miércoles, 17 de octubre de 2012

miércoles, 27 de septiembre de 2012 - Nunca pensé que volaría sin alas


Nunca pensé que volaría sin alas. Yo era uno de esos seres descoloridos con una vida cómoda y la esperanza de volverme invisible. Mis padres y mis amigos me lo daban todo; pero yo no quería nada, sólo dejar pasar el tiempo, dejarlo pasar len-ta-men-te. Acomodar mi latido al transcurrir del tiempo y quedarme presa de su inefable naturaleza.


En ese estar prendida de las horas hallé una belleza sobrenatural. Observaba el mundo en su totalidad, de una forma mucho más real que cuando me comunicaba con los demás. El silencio y la quietud me ofrecían la verdad que las prisas y la apariencia se empeñaban en ocultar. Mis amigas se volvían entonces más dulces, más afables, más accesibles; mis amigos sacaban a relucir un encanto que sus hormonas procuraban disfrazar. Los pájaros, los árboles del parque, las aceras y el asfalto, todo se volvía más armónico, como si procediera a escribirse de nuevo, a ajustar sus cuentas olvidando la rivalidad de su origen; incluso la maldad me revelaba su perfil más amable, su ansia redentora. La violencia reducida a la pasión de vivir, de sentir la grandeza de este mundo y de sus habitantes en un estado de gracia perpetuo, de perfección.

Hace unos meses algo cambió en mí. No voy a negar que desconocía los horrores del mundo. Tenía dieciséis años y la televisión mostraba a diario la crueldad, la injusticia, el horror, la abominación de un mundo llevado a rastras al desastre. Un día decidí exiliarme a mi propio mundo.

Mis padres no aprobaban mis horas muertas; su generación no les permitió perder ni un segundo de sus vidas. Había que ser productivo las veinticuatro horas del día, aún a costa de olvidarse de uno mismo, de los deseos más entrañables, de contemplar el paisaje y recrearse en su simetría, de atender una mirada amiga necesitada de alivio. Ellos corrían hacia adelante sin anudar los hilos sueltos.


Al principio, pensaron que me encerraba para tontear por internet, y se asomaban a mi habitación con una excusa cualquiera. Cuando comprobaron que la pantalla del portátil siempre mostraba la misma imagen y mis manos sujetaban mi cabeza en lugar de aporrear el teclado me llevaron al psicólogo.


Me habían pillado.


Mi madre es una histérica aficionada a los fenómenos paranormales. Aunque hubiera un centenar de razones que explicaran mi estado meditabundo delante de la pantalla del ordenador, ella me imaginó como la pequeña Carol Anne de Poltergeist. De alguna manera eso le procuró cierto alivio, la certeza de la existencia de aquellos mundos que intuía. Mientras mamá se convertía por fin en testigo directo de un suceso extraordinario, yo disfrutaba del salvoconducto a ninguna parte. Iba a mi bola.


Esos días previos al verano me recuerdan la odisea de Armand y Albert en La jaula de las locas, una de mis películas preferidas, quizás porque siempre me identifiqué con Val, el hijo traspapelado entre dos rimas disonantes. En mi casa se especulaba con dos teorías. Mi madre investigaba los efectos de los rayos catódicos en el cerebro y su relación con la teoría sixdimensional de Burkhard Heim, que sostiene la existencia de interacciones mutuas entre las fuerzas gravitatorias y la radiación electromagnética. 


La radiación eletromagnética, esa perra que me atacaba desde la pantalla del portátil, estaba siendo manipulada sin ninguna duda. ¿Por quién? Vete tú a saber; el primo de ET mismo. Mi madre dejó las pesquisas en ese punto, no necesitaba saber más, la evidencia mostraba una fuerza mayor a la que no había que desafiar.

Segunda teoría: “Tú lo que tienes es mucho cuento” –dijo mi padre; aunque no sé a ciencia cierta a quién se dirigió, si a la erudita en electrodinámica o a mí, la supuesta abducida.

Con estas deducciones y las visitas al psico dejaron correr el asunto.

Y con El viaje a ninguna parte de Enrique Bunbury. Yo había escuchado Carmen Jones por la radio y “son estos celos, del cielo hasta el suelo” me atrapó como una araña viciosa y temeraria que se pasea por el filo de la red. Mi padre me trajo el cd después de aguantar sesiones míticas de “son estos celos, del cielo hasta el suelo” a capella en la cocina, en el baño, en los pasillos, en el coche y hasta dormida, que seguro que soñaba con Carmen Jones, porque yo era ella, la de los andares especiales en el cuarto de estar y ellos, mis padres, los pelmazos que se arrancaban la camisa cuando sonaba algún flamenqueo, o tarareaban “bulería bulería,  tan dentro del alma mía, es la sangre de la tierra en que nací”. Y yo no amaba esta tierra, no quería participar en la devastación.

Enrique me gustaba. A mi padre le fastidiaba tanto canturreo en inglés. A lo mejor por eso me regaló el álbum de Bunbury.

Así comenzó mi verano de 2004, exiliada a ratos en el mundo que yo ansiaba habitar y privada de la libertad de convertir ese exilio en una ciudadanía por derecho. Aunque con música de fondo y psicólogo en la portada.

El tipo, después de varias sesiones, achacó mi pasotismo a una crisis existencial corriente y moliente. Mi comportamiento desproporcionado e inconstante se debía a la búsqueda de mi propia identidad, por eso intentaba exasperar a mis padres hasta el límite de sus fuerzas. Un problemilla de autoestima también era probable. Supongo que llegó a esa conclusión después de repasar con cara de asco los granos que se aferraban a mi cara, y pasar una hora completa con mis padres constatando sus niveles de adrenalina.


Entre todos decidieron que mi terapia iba a ser más larga que la mili de Rambo, y fue cuando decidí hacer bien los deberes y buscar carnaza con la que alimentar la batería de sesiones que me iba a chupar.

Empecé con mi padre: su primera imagen, el primer recuerdo. Aquí empezó a clarear la oscuridad; aunque esto lo supe mucho más tarde.


Estoy en el aeropuerto de Sevilla, me acompaña mi madre. Si no me equivoco, debo tener tres años. Más atrás me resulta imposible recapitular. Mi madre me está contando que papá es piloto de aviación cuando aparece él, como una sombra en aquella especie de vestíbulo inmenso, sin equipaje, sin gorra y sin uniforme azul. Pero viste elegante, como un caballero de película, con un abrigo largo de color miel y con sombrero. En su rostro resalta un bigote negro y espeso. Viene caminando pausadamente hacia nosotras. Mi madre me coloca en el suelo y me empuja para que corra a su encuentro. Obedezco, él se arrodilla, me coge entre sus brazos y me eleva girando hacia el cielo.


Ese fue mi primer vuelo.


Después, tomamos un taxi y nos vamos a casa. Vivimos en la Plaza de la Contratación, en una casa larga y oscura, de dos plantas, con un patio interior repleto de vegetación y algunos árboles. El patio linda con el muro del Alcázar de Sevilla; a los pies hay un parterre abarrotado de calas. Mi padre me hace un columpio en una de las ramas del árbol más viejo y más alto, un olmo enorme.

Entonces caigo que aquel fue el primer recuerdo que tengo de mi padre.

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