miércoles, 17 de octubre de 2012

lunes, 1 de octubre de 2012 - El vendedor de sueños


El vendedor de sueños me ofreció una página en blanco. Fue como un juego, sólo tenía que escribir. Empecé a contar la historia de Alicia y el conejo blanco salió. Quería sentirme libre, cruzar el umbral de la puerta. Quería ser Dios.

Y volar. Yo sola.
Aparté a un lado a mi padre. Me cansaba pensar en él. Desde que recuerdo me había provisto de todo lo que necesitaba. Para qué darle más vueltas.
Si estás a punto de cumplir los 17 y con unos padres emperrados en sacarte del lado oscuro de la fuerza no necesitas más que voluntad para salir corriendo y entrar en otro mundo más motivador.

Así empecé a proyectar cómo iba a ser ese otro mundo.

Hasta el momento todo había sido perfecto. En el sitio en el que me refugiaba no había malos rollos. Como era un sitio hecho a medida podía permitirme el lujo de diseñarlo como me diera la gana. Pero yo sabía que los malos rollos son persistentes y cabezones y podían reubicarse, poco a poco, como una enfermedad maligna y contagiosa. Lo sabía porque me descubrí a mí misma infectada.

No he hablado de mis amigas.

La mancha comenzó ahí, y se fue extendiendo sin que yo me percatase de su poder invasor. Los primeros brotes no me hicieron daño, seguía instalándome en la inopia sin ninguna influencia externa. Era capaz de diferenciar las dos realidades y pasaba de una a otra sin prejuicios. Ellas estaban de mi lado y se ajustaron las tuercas aprovechando la oportunidad que yo les brindaba. Les mostré la otra cara del espejo y entraron conmigo.

Los problemas llegaron una noche de parranda en el Paseo Colón.

Mis padres me obligaron a salir y no tuve más remedio que cargar con Junior, el hijo de un amigo de mi padre recién trasladado a Sevilla. Creo que en realidad se llamaba Antonio, pero da igual. Fuimos a tomar algo a los kioscos del río: una coca-cola, un matarratas, un tiro en la nuca… Algo. El tío era un pelmazo de tomo y lomo. Sospecho que para hacerse el guay pidió un gintonic a las ocho de la tarde. De tankeray, por algo se hacía llamar Junior.

No puedo transcribir exactamente cómo se desarrolló el diálogo que nos llevó a alimentar un desprecio mutuo. Yo jugaba con ventaja, desde el mismísimo momento en que me obligaron a airearlo por esta ciudad que no conocía. Por mi parte, el tipo era un cretino; su único interés fue tener un sparring a mano para aguantar su verborrea.

Un imbécil guapo.

Al poco de empezar a beber llegó la peña al completo. Habían invitado a Mike y eso me molestó enormemente. No quería que me viera con el cretino.

Mike es el nuevo de clase. Había llegado a Sevilla acompañado de su familia. Venía de América, como el tomate, y se quedó para siempre; también como el tomate. Mike es el único amigo de esos años que me visita a menudo.  Y se lo agradezco, aunque en esos días pasara de mí como el pitbull de pimpinela.

Yo creo que todos arrastramos una larga y pesada cadena. Cargamos en la infancia con las insatisfacciones de nuestros padres a la par que vamos sumando las propias a lo largo de nuestra vida. Es como la rueda del infortunio que gira y gira sin parar, al mismo ritmo lento y opresivo. Hasta que algo llega y la disloca, ofreciendo por un instante otro orden, una cadencia diferente, agua para nuestras secas bocas.

En perpetuo estado de agitación física y mental me dejó Mike, el primer estímulo que sacudió mi particular rueda del infortunio. Pero nadie me había dado entradas para el club de las afortunadas, y el capullo de Junior fue el segurata que pateó mi culo y frustró las pocas posibilidades que tenía de colarme.

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